La determinación de Messi de quedarse en el Barcelona resignifica el concepto de libertad en el engranaje ultra capitalista del fútbol. Ni siquiera el mejor jugador del mundo, que además mejoró al club como nunca, puede definir su futuro inmediato. Una claúsula de 700 millones de euros fueron el límite para su primera aventura fuera de su ámbito natural. El posible litigio sirvió para dar marcha atrás y continuar obligado una temporada más en Cataluña.

También nos remitió a otra situación mucho más cara sentimentalmente para los argentinos. El crack ya sabe lo que es decir adiós y después tener que revisar su determinación. Luego de la tercera final perdida en Estados Unidos en el 2016, puso punto final a su aventura en el equipo de todos. Ante numerosos micrófonos agregó que sentía que no “servía para esto”. “Esto” sería jugar al fútbol. Messi, en el momento de mayor tristeza por no poder ganar un título con la Selección Argentina, reconocía ante el mundo que no servía para jugar al fútbol.

Seguramente en su impulso por evadir la realidad, habrá pesado también el estigma de no poder conseguir con el equipo nacional lo que sí lograba en España. Le dolía no ser reconocido en su propio país, que a su vez no lo sentía como propio.

Los años luego pasaron, terribles, malvados, y también sintió que aquel infierno tan temido le llegó en su experiencia en Barcelona. No ocurrió de repente. Ni siquiera está relacionado solamente con los elocuentes fracasos europeos. Las derrotas ignominiosas frente a la Roma, Liverpool y Bayern erosionaron su gen competitivo. El fútbol de clubes de la Champions puede ser implacable y desnudar a cualquier rey.

Lionel se fue dando cuenta que ya no pertencía a un proyecto competitivo. Tampoco se sintió valorado en algunas determinaciones fuera del campo de juego. No pudo evitar que lo despidieran a Valverde, no lo consultaron por Quique Setién y tampoco por el arribo de Ronald Koeman. El universo culé dejó de girar en torno a él. Incluso pidió a gritos por el regreso de su amigo Neymar. Con el brasilero había ganado su última Champions en el 2015.

Existe una vinculación ineludible entre el sufrimiento y el fútbol. Ha sucedido en la mayoría de los casos, incluyendo a los mejores exponentes de este deporte. Maradona tuvo su propio vía crucis fuera del campo de juego. Experimentó el señalamiento social implacable por su condición no buscada de convertirse en ejemplo. Utilizaron su imagen para campañas y hasta le otorgaron un carnet de embajador deportivo para promocionar un Mundial de Básquet en Argentina. Lo dejaron caer una y mil veces, y ahí continúa el diez, como la cigarra.

Messi habla y dice poco fuera de una cancha. Su lenguaje es pura y exlusivamente futbolístico. Las imágenes de aquella derrota en la Copa América Centenario con la mirada extraviada por el dolor, regresaron como una tragedia en Lisboa. Luego del 8 a 2, le preguntaron a varios jugadores del Bayern si les había pesado haber visto sufrir al crack. La mayoría respondió negativamente, y hasta alguno reconoció haberlo disfrutado. El fútbol, que no sólo le pertenece a los futbolistas, no es un lúgar para “débiles”. Resulta hasta paradójico que alguien pueda disfrutar del pesar de aquellos que nos han reglado la dicha de ser contemporáneos a su genio incomparable. Sin embargo pasa, sucede. Hay personas en este mundo que obtienen placer en el sufrimiento y dolor de otros. Una suerte de elogio de la crueldad.