Estalladas, posiblemente la palabra que más han usado las mujeres para describir su situación y estado de ánimo en este último año. Sin embargo la inmensa mayoría no estalló, aguantó y tiró para adelante, con la sensación de estar siempre al límite del estallido personal, físico o mental.

Agotadas, porque el esfuerzo de correr entre el trabajo, la casa y la escuela parecía insuperable. Y sin embargo el encierro, el hogar convertido en oficina, el merendero del barrio, la supervisión de la tarea escolar, la exposición al COVID-19 como trabajadora esencial, la fábrica cerrada, el sueldo que no alcanza, los miedos propios y ajenos frente al virus, hicieron saltar por los aires cualquier medición previa en la escala del cansancio.

Preocupadas, siempre preocupadas sin dejar de trabajar. Porque la carga mental, ese peso gigantesco del planificar, priorizar, recordar, no se quita jamás con un yo lavo los platos, yo llevo los chicos y cosas por el estilo. Mucho menos en un contexto en el que las tareas de cuidado se elevaron al máximo.

Atemorizadas, porque la cuarentena significó para la mitad de la población cuidarse y para la otra mitad, en muchos casos, sobrevivir al peligro de la violencia de género en su propia casa.
La pandemia nos afectó a todos, dicen, pero las mujeres partieron con desventaja. La inmensa mayoría de los comedores, merenderos y roperos comunitarios estuvieron y están a cargo de mujeres. El sector clave en el manejo de la crisis sanitaria constituye una de las áreas más feminizadas. La gestión de la casa, que se volvió trinchera frente al virus, fue la tarea que asumieron en un 75% mujeres.

Tanto en la reciente publicación de la Dirección Nacional de Estadísticas Sociales y de Población como en una investigación provincial llevada a cabo por la Federación de Profesionales de Córdoba (Fepuc), la Facultad de Ciencias Sociales (FCS-UNC) y la Asociación de Docentes e Investigadores/as Universitarios/as de Córdoba (Adiuc), ambas publicadas en ocasión del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, los datos son aplastantes: las mujeres comienzan a trabajar antes, ocupan mayoritariamente el mercado informal y se ocupan de las tareas del hogar propio entre un 50 y un 75% más que los hombres. Incluso aquellas que han logrado una cualificación profesional reciben salarios entre un 30 y un 40% menor al de sus pares varones. Las mujeres profesionales que trabajan en relación de dependencia, o vinculadas al sector público, o a universidades en áreas docentes o de investigación, son las que logran ingresos más cercanos a los de sus pares varones. Pero son las menos. 

Con estos datos, de los que sólo se citan algunos a modo de ejemplo, la desigualdad es indiscutible. Y es justamente en ella en la que se basan las condiciones de precariedad, vulnerabilidad y pobreza. Y de inseguridad, en particular en sus propios hogares.
Por ello, resulta imposible dejar de lado la violencia para hablar del Día de las Mujeres.

“Ella podía irse cuando quisiera” tuvo la desfachatez de decir un juez federal y así reducir el tipo penal a homicidio simple, cuando claramente se trataba de un femicidio. Y otro, poco días atrás, le ofreció a una joven abusada sexualmente “la posibilidad de casarse” para olvidar una violación,  aunque el avenimiento ya hubiese sido derogado (no antes del 2012, pero derogado al fin).

Quién puede siquiera soñar con partir cuando no tiene ingresos, o cuando la única alternativa es una ayuda estatal de diez mil pesos, por seis meses. Quién puede afrontar la culpa de abandonar el hogar, cuando la educaron para vivir con su pareja en las buenas y en las malas, porque dejar una relación es considerado un fracaso, según el paradigma del amor romántico que aún hoy marca la vida de todas.

Aguantar, el verbo divino y el mandato familiar para sostener relaciones tóxicas, en muchos casos sin ni siquiera tomar conciencia de ellas.

Cómo enfrentarse a estos hombres frustrados, que hacen de los cuerpos femeninos o feminizados su única propiedad y posibilidad de ser machos, despojados también del estereotipo para el que han sido educados.

Los 9, quizás diez femicidios en Córdoba en lo que va del año constituyen la prueba feroz del fracaso social, comenzando por las instituciones. Por eso, más de un siglo después siguen vigentes las palabras de Rosa Luxemburgo: “luchamos por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres”.