No debe existir año en la historia universal reciente tan analizado y pensado, en tiempo real, como el 2020. Recién se estaban haciendo los primeros hisopados en el mundo cuando ya muchos filósofos empezaron a sentenciar y publicar sobre distintos “fines”: el del capitalismo, el de la sociabilidad humana “presencial” o el del Occidente democrático. En nuestro país, ese “fin” deseado era el de ese océano de imposibilidades argentino denominado “Grieta”. Un proceso que no esperó a ningún virus para nacer, y que había comenzado ya en el 2019: la candidatura presidencial de Alberto Fernández se explica y sintetiza en buena medida en esta voluntad de superación del empate agónico argentino.

En este sentido, el 2020 podría narrarse como la historia de una utopía mancada. Una en la cual el nuevo peronismo tiene un rol central, y no sólo por estar en el poder. A diferencia del macrismo –en los hechos, su principal beneficiario político, y que en sus últimos años se entregó ya sin complejos a la práctica desembozada de la explotación de la polarización política– el reciente Frente de Todos hizo un punto fuerte en el revisionismo de su propia historia de fracturas y del rol que jugó ésta en la “década perdida” de la Argentina reciente. Por eso, en buena medida, el Año de la Pandemia argentino puede explicarse en su propio derrotero.

Unidos y Desorganizados

Es a esta altura un lugar común: el proceso de atomización peronista consolidado en la última década fue el piso sobre el cual se construyó paulatinamente la victoria electoral de Mauricio Macri en 2015, refrendada después en la “ola amarilla” de 2017. Imperativo del pragmatismo antes que de la ideología, podría decirse que el peronismo llegó a su unidad luego de haber intentado todos los caminos posibles para no hacerla. Una paz por extenuación. Contrarreloj y a solo semanas de la elección primaria, la designación de Alberto Fernández como candidato por parte de Cristina Fernández de Kirchner fue el corolario final de este proceso en cámara rápida diseñado para desandar una década de derrotas. Un dato central que explica, a pesar del vergel de internas del presente, la resiliencia a pesar de todo del armado peronista. Con una desviación política posible: convertir a su propia unidad en un fin en sí mismo en lugar de un medio para un fin.

El Frente de Todos se proponía como la estación intermedia de un viaje considerablemente más largo. En la campaña, la multiplicidad de viajes y encuentros con los referentes provinciales del peronismo de la “zona núcleo” –esencialmente, Córdoba y Santa Fe, secesionados a partir del conflicto del campo de 2008– y la incorporación de Sergio Massa a la coalición hablaban de una voluntad de recuperar el viejo electorado de los años 2000. El del peronismo hegemónico antes que el del peronismo de vanguardia.

Sin embargo, esa voluntad, una vez en el poder, no encontró una traducción institucional ni política sólida y, tras el affaire Vicentin, pareció retroceder a lo inverso: una conurbanización reforzada. El diseño del gabinete fue el primer indicio de un Frente que se mira tal vez demasiado al espejo, y que buscó sobre todo cristalizar en el Estado y en sus reparticiones el diseño original de la unidad, sin expandirse mucho más allá, ni dentro del peronismo ni en la sociedad civil. Una voluntad entendible y comprensible en esos primeros meses pero que devino restrictiva con el correr del año, y que parece graficar un mantra: el Frente de Todos es lo que es, y no será nada más que eso.

Antes de la pandemia, el nuevo gobierno había lanzado una agenda política focalizada en tres puntos centrales: la reforma de la Justicia, el tratamiento de la ley de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) y el desarrollo de un Consejo contra el Hambre auspiciado por el Estado con participación de organizaciones y figuras de la sociedad civil. Ya por entonces se notaba más el ausente que los presentes: la agenda económica y social, dilatada en su presentación hasta la llegada del acuerdo con los bonistas y el arreglo del delicadísimo frente externo argentino. El consenso interno sobre el rol del nuevo ministro Guzmán en este punto fue durante gran parte del año el único punto de acuerdo económico de las distintas fracciones del peronismo, y una de las condiciones de posibilidad de su éxito posterior. Sin embargo, esta ausencia de programa ya evidenciaba una línea de continuidad con el último gobierno de Cristina: un peronismo con agenda institucional y de expansión de derechos pero sin agenda definida y sustentable en lo económico y social.

De alguna manera, la irrupción del coronavirus a nivel mundial profundizó esta tendencia preexistente. En la máxima “salud vs economía” se cifró un nuevo argumento, ciertamente atendible, para la procastinación de dicha agenda. La cuarentena tuvo efectos sociales y políticos además de sanitarios, al freezar por algunos meses la siempre intensa discusión distributiva argentina, congelar la calle y la política. Esta situación y el esfuerzo de guerra conjunto daban el marco ideal para el nacimiento de un nuevo acuerdo social y una nueva Presidencia. “Comandante en Jefe”, llamó Mario Negri a Alberto Fernández, y durante esa primavera pandémica así lo fue para gran parte de Argentina, que lo refrendó en cuanta encuesta existía. Fue el segundo nacimiento de la gestión de Alberto, que pudo expandir sus límites por afuera de las fronteras del peronismo en su alianza tácita con el “amigo” Horacio Rodríguez Larreta y constituirse en el eje central de un nuevo ordenamiento político con foco en la relación con los gobernadores y la gestión de la crisis sanitaria en el AMBA. En la desaparición mediática de las viejas referencias de Macri y Cristina (que apenas si esbozaron alguna reflexión suelta en un tuit sobre el drama sanitario) asomaba la posibilidad de un nuevo orden y de otro clivaje alternativo al de la última década. ¿Era demasiado “voluntarista” suscribir a ese entusiasmo? ¿Era una estrella fugaz en el desierto de la política?

Claro que en ese clima de concordia un tema seguía prohibido: la economía. La agenda unidireccional de la pandemia era –como antes el Frente de Todos– solamente un punto de partida, un acuerdo sobre el cual era necesario construir –ayudado por las necesidades de las circunstancias– otros más sustanciosos. Una oportunidad probablemente irrepetible, en un año único. Caso contrario, la Grieta volvería por sus fueros una vez que el estado de excepción de la cuarentena empezase a evaporarse. Un monstruo grande que pisa fuerte.

Una posibilidad cierta que se reforzaba por el propio rol que Alberto Fernández se asignó a sí mismo, en una convicción que lo acompaña hasta el día de hoy: no existirá un nuevo ismo en el peronismo que lleve su nombre. Con esta lógica, el Presidente nunca cambió las fichas de su popularidad pandémica por la plata de una construcción política acorde. Una autorrestricción entendida como un aporte a la unidad peronista que tuvo el efecto paradojal de ser luego reprochada por su vicepresidenta en la segunda de sus certezas. En este punto, podría sostenerse que el liderazgo y la constitución de un poder personal no sólo no atentan contra las premisas de la unidad, sino que son su condición de posibilidad efectiva. Tanto las distintas coaliciones que supo construir el kirchnerismo –la transversalidad, la concertación plural, el mismo Frente de Todos– como la más reciente del macrismo con Cambiemos, parten del activo de un liderazgo unificador con poder galvanizador y fuerza propia. Después de todo, al poder se lo condiciona desde el poder. Una reversión del “si quieres paz, prepárate para la guerra”: si quieres coalición, prepárate para el personalismo.

La conclusión es que el Frente de Todos parece fracturarse infinitamente sin romperse nunca, reproduciendo en su interior una infinidad de proyectos políticos personales y electorales que funcionan como una suerte de fuga hacia el futuro de un presente complejo e irresoluble. Elígete tu propia candidatura del 2023, tu intendencia del 2021. Sólidos o volátiles proyectos de poder internos que no alcanzan a cristalizar en un proyecto externo para la Argentina del presente, en un gobierno del que muchas veces sus integrantes hablan en tercera persona, como si no pertenecieran a él. Con el riesgo latente de terminar transformando al Frente de Todos en un Frente de Nadie.

El retorno a la “centralidad de Cristina” fue solo una consecuencia de la discontinuidad de este proyecto inconcluso. El vacío conceptual se extiende alrededor de la lucha contra la pandemia: más allá de eso, existe la nada. Una ausencia que tampoco alcanza a suplir el aparato conceptual del kirchnerismo, que hoy parece saber más lo que no quiere que lo que quiere, tercerizando el manejo de la economía imposible en el presidente transicional y abocándose a construir un hipotético poder futuro. La contradicción entre la primera certeza de la carta de Cristina y la tercera –identificar un problema estructural, los límites del peronismo para resolverlo y llamar a un acuerdo social, pero a la vez impugnar de entrada a los actores que participarían en el mismo– habla también del cuello de botella ideológico que se le produce al cristinismo del presente. Después de todo, quien quiere el fin quiere también los medios.

Yo pisaré las calles nuevamente

El fracaso del macrismo como fenómeno de gobierno, por su lado, no implicó necesariamente su colapso como fenómeno sociológico, identitario, electoral y cultural. Como si se tratase de la continuación lógica del credo societalista del “sociólogo en jefe” Marcos Peña, al macrismo abandonar el Estado y “volver a la sociedad” le costó mucho menos que al peronismo, un pez fuera del agua sin la carcaza que da el gobierno. En definitiva, la oposición es un traje que le sienta muchísimo mejor. Vive más libre en los canales de televisión, en las redes sociales, en los nichos de clase y ahora también en las calles, buscando el rostro de Cristina agazapado atrás de cada esquina. Un Pokemon Go político.

El banderazo es el hijo deseado del macrismo de Macri, uno que gestó de manera deliberada en sus dos últimos años de gestión presidencial con la reproducción de sus infinitos Tea Party a lo largo y lo ancho del país. Una radicalización identitaria que era la expresión de su impotencia gubernamental, y las bases para un estado de movilización permanente contra cualquier poder peronista. Por eso, al principio la lógica política del nuevo peronismo lo desorientó y minimizó: los meses de máxima popularidad albertista fueron el embrión también del nacimiento de un incipiente liderazgo interno en la figura de Horacio Rodríguez Larreta y el momento de máxima invisibilidad del ex presidente; confirmando, una vez más, la relación simbiótica que existe entre ambos ex presidentes en términos de centralidad política. Y también la que existía entre ambos ex jefes de Gabinete.

La unión de “los que gobiernan” en esas semanas dejaba en off side a toda la ociosidad comunicativa típica de los hijos de la polarización política, y subía las acciones de la gestión concreta y efectiva, situación que supo explotar el jefe de Gobierno porteño, más afecto a hablar sobre su propio metro cuadrado que a exponer visiones alternativas para Argentina. Podría decirse que en la división de bienes, Larreta se quedó con el panel de control y Macri con la ideología, en una amputación que es potencialmente problemática para ambos. El Macri de hoy es difícilmente desbordable por derecha; de alguna manera, es el primer libertario. Larreta, en cambio, necesita de un ecosistema que hoy entró en crisis por la crisis del liderazgo de Alberto.

Hacen falta dos para el tango, y mucho más que dos para crear un orden político nuevo. Lo sabía Alfonsín, que encontró en los renovadores peronistas –y también, en los primeros años, en Carlos Menem– los frenemys necesarios para su propio proyecto; los tenía Menem con los viejos radicales que le ayudaron a reformar la Constitución y con los frepasistas que aceptaron los fondamentals de la Convertibilidad y de su orden económico; los tenía Kirchner, en esa década donde todos parecían progresistas y en los que encontró en sus distintas coaliciones –en las ya mencionadas transversalidad y concertación plural con los radicales K– los socios necesarios para construir su “orden y progresismo”. Por eso, la no construcción del albertismo es un problema que excede los límites del peronismo e incluso de la “clase política” argentina en el sentido estricto. Es un obstáculo sistémico a la gestación de un orden alternativo en Argentina, dado que la Grieta tiene sus liderazgos y su “agenda”, pero sus cuestionadores, no. Al día de hoy, solo se limitan a bajarle el volumen. Ningún virus reemplazará ese ejercicio de inacción política.

El Estado del Estado

“La inercia y la agitación frenética y vacía suelen ser los sucedáneos para la propia falta de rol del que disponen los Estados carentes de toda misión histórica.”

La definición que da Claudio Uriarte del Estado argentino de mediados del siglo XX podría aplicarse con bastante nitidez hoy. La llegada de la pandemia expuso a un Estado como el argentino que se encontraba ya en ruta de colapso: lo obligó por fuerza a sobreexpandirse para cubrir las necesidades básicas de media población, en el mismo momento en que se encontraba ya en una crisis fiscal y de deuda explosiva después de la gestión macrista. Ya no se trata solo de la gestión de la fractura social y de los pobres: el Covid hizo que fuese “estatalizado” hasta un peluquero. Esta expansión no sólo produjo efectos económicos en un Estado exigido al máximo; también recrudeció y puso en primera plana el clivaje entre “estatalizados” y “no estatalizados”, entre aquellos que podían guardarse durante la cuarentena y aquellos a los que Estado no les llegaba o les llegaba mal. No es casual entonces que la discusión central sea hoy sobre el rol del Estado, y que se hayan producido simultáneamente un cierto auge del “pensamiento libertario” y una defensa irrestricta de la cuarentena por parte de aquellos sectores que no dependen del ritmo diario del sector privado, embanderados con la remera de “Te salva el Estado”. Podría decirse que el Estado argentino hoy es simétricamente gigantesco y frágil, como en la Rusia del 17. Y esta centralidad del Estado es seductora para la clase política argentina de la era de la Grieta porque supone que le evita la necesidad del pacto y el acuerdo social: con un Estado financiado a disposición, no tengo que acordar con nadie. En una política polarizada al extremo, es casi la única herramienta de gobernabilidad posible.

El 2020 puso en carne viva esta problemática que recorre toda la sociología argentina desde el fin de la expansión económica. Con emisión o con endeudamiento masivos, el Estado cubrió con mecanismos diversos la ausencia de una verdadera agenda de desarrollo económico. Siendo así, los únicos consensos que existen en las elites dirigentes son defensivos: la acupuntura del gradualismo es la verdadera agenda argentina por default. La única política económica posible en la Argentina de la Grieta, un modelo político que implica la imposibilidad de cualquier reforma o transformación efectiva, sea por derecha o por izquierda. Podría decirse que la economía en Argentina es como la democracia en China: un tema tabú, con el efecto de producir un resultado inverso al deseado.

Los planes económicos son como los goles, si no los hacés te los hacen. Y en Argentina terminan construyéndose desde afuera hacia adentro, en el marco de corridas bancarias y vencimientos de pagos. A esta altura, de existir un Consejo de Seguridad argentino, al FMI le correspondería una presidencia permanente. Porque algo tienen en común las distintas facciones del poder argentino: ninguna tiene un programa económico y social para el país, y si lo tienen carecen de un marco de alianzas sociales y económicas para sostenerlo. En este punto, finalmente, no existe la Grieta.