Así era Cecilia, con una gran sensibilidad para disfrutar de la naturaleza y relacionarse con la gente de las más diversas culturas. Apañada con las acrobacias, con el plato de la zona o con el maquillaje infantil. Emocionada con los ríos y los cielos recorridos a lo largo de miles de kilómetros desde la Ribera maya hasta los pies del Uritorco. Y de cada emoción dejó testimonio en su cuaderno de viaje y en las fotos que compartía con sus amistades y familia.

Hasta que un día llegó a Capilla del Monte y desapareció. Pero el verbo desaparecer no tiene una conjugación aceptable en el terreno de los derechos humanos. Y si se trata de una mujer, asesinada por uno o más en circunstancias que aún se desconocen pero que se presumen horribles, no se perdió, no desapareció, no se murió, la mataron. Y por mucho que duela hay que sumarla a la lista de femicidios  y difundir la noticia. 

Muchas veces surge la discusión acerca de cómo se informa sobre un nuevo femicidio. Hasta qué punto la difusión de los números y las estadísticas no termina por banalizar y/o asumir como un dato más el asesinato de una mujer, por el simple hecho de ser mujer. Los contagiados, el clima, el dólar y las mujeres asesinadas, un rubro más en la grilla de noticias.

La violencia de género es el único delito que no disminuye en el contexto de la pandemia. Un nuevo femicidio y ya son 36 desde que comenzó la cuarentena. Y así, titulares que conmueven pero que lamentablemente ya no sorprenden a nadie. El efecto anestesiante de las noticias que se repiten una y otra vez con consecuencias no deseadas, pero casi inevitables cuando se hace poco más que informar.

Es verdad que la inmensa mayoría de estos crímenes son cometidos por las parejas o ex parejas de la víctima. Pero también hay otras circunstancias, en las que se evidencia aun con más fuerza y complejidad este fenómeno que se ha conceptualizado, de manera relativamente reciente, como violencia de género. “Y la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía”, comenzaron a cantar Las Tesis en Valparaíso y rápidamente se convirtió en una performance replicada en todos los idiomas, en el mundo entero. ¿Por qué? Porque la violencia contra las mujeres no tiene fronteras, no se detiene ante una u otra manera de vestirse, de moverse, de ser.

Por eso Cecilia duele tanto. Y no hay explicación posible en su modo de ser, sencilla, soñadora, viajera y experta en artes marciales; ni en sus relaciones, niños, niñas, familias y amantes del viajar, como ella.

Aunque finalmente se encuentre y castigue a sus asesinos, algo indispensable no sólo para llevar algo de paz a sus allegados sino para garantizar un mínimo de convivencia social, nada nos devolverá a Cecilia y tampoco ayudará a que esto no vuelva a pasar.

Lo que sí es posible es intentar ir más allá del horror que provoca este nuevo femicidio y de la tentación de convertir en monstruos a sus asesinos. 

Cecilia Gisela Basaldúa antes de ser víctima es una mujer, con ese rostro y esa vitalidad que muestran las imágenes. Quienes le quitaron la vida no son ni monstruos ni bestias. Por mucho que nos pese son humanos, producto seguramente de la peor educación y circunstancias de existencia. Ahí se pueden encontrar las pistas para pensar cómo prevenir las violencias y para asumir que el legítimo clamor de justicia por Cecilia no puede ni debe quedarse allí. 

La resolución judicial de “el caso” es condición necesaria pero no suficiente. La educación y las políticas efectivas de prevención de todo tipo de violencia hacia las mujeres siguen siendo la asignatura pendiente.