–Y ese fue el mayor descubrimiento que hice en mi vida: que el amor se detiene. Como un reloj. O como cualquier otra cosa. Hasta que le damos cuerda y empieza de nuevo. Porque si se detiene para siempre estamos muertos.

–Amor... –dice Phedon, como si estuviera por agregar algo más, pero John lo interrumpe:

–Yo sé qué es el amor.

–No sabés –dice Phedon muy tranquilamente.

–Sabés que sé.

–¿Sabés? A ver...

–El amor... es la habilidad de no saber.

Algo sabía John Cassavetes. Sin dudas. Arriba, un extracto, el cierre redondo de una de las entradas de Cassavetes dirige (en el rodaje de Love Streams) que Michael Ventura escribió después de que el director le pidiera -por teléfono- que se tomara el trabajo de registrar la dinámica que se abría en la realización de sus películas. 

Cuando Ventura llevaba ya algunas semanas auscultando el pulso del set, el productor del film le sugiere a Cassavetes realizar una especie de making-of. A Cassavetes la idea no le cerraba, pero le incomodaba decir NO. Termina aceptando, a condición de que ese “detrás de escena” sea dirigido por Ventura, quien, por otra parte, jamás había sostenido una cámara.

Además de estos diarios, de la experiencia surge el documental  I'm Almost Not Crazy, material que tiene un largo recorrido y que puede verse en YouTube. A los interesados en este tipo de cine y narrativas les faltaba la traducción al castellano de los textos de Ventura, que abarcan un período mayor al exhibido en el documental. El libro, por suerte, ya está en librerías, con traducción de Juan Nadalini y edición de Entropía.

John Cassavetes, así habla el amor: adelanto de una de las ediciones del año

En el plató Ventura descubre lo que muchos espectadores podemos suponer, intuir, al dar por primera vez con algunos de los dramas de Cassavetes: el director deja que las escenas se deformen, que las actuaciones generen la realidad de una experiencia. Cassavetes fue ante todo un actor obsesionado por el interminable suceso de la interpretación.

La inmortal Gena Rowlands: "Lo mejor de ser actriz es poder vivir muchas vidas. No te quedas sólo contigo. Eso es algo que hay que valorar".

Decir padre del cine independiente norteamericano da apenas la idea de que Cassavetes logró diseñar un esquema de producción que le permitió prescindir de los onerosos presupuestos con los que Hollywood mantuvo ceñido su monopolio y su doxa. 

En realidad, la paternidad sobre esta presunta independencia es UNO de los aspectos. Cassavetes revivió el cine después de que el negocio (la negación del ocio) terminara de saquearlo. Como antes Truffaut y la nouvelle vague, Cassavetes reeditó otra vez la idea del cine después del cine. 

El estilo Cassavetes: cámara viva, un sesgo documental donde subyace la fantasía de la ficción, y un montaje que alterna, en ocasiones en forma abrupta, planos de corta y de larga duración, muy cerrados y generales.
El estilo Cassavetes: cámara viva, un sesgo documental donde subyace la fantasía de la ficción, y un montaje que alterna, en ocasiones en forma abrupta, planos de corta y de larga duración, muy cerrados y generales.

Cassavetes buscó a lo largo de su carrera la manera de financiar sus películas sin que su necesidad expresiva se viera condicionada. Actuaba entonces en films apoyados en la gran industria: podemos nombrar Doce del patíbulo (1967) o Rosemary's Baby (1968), entre otros. Su rol de actor le permitía levantar el dinero que hacía posible la reunión de su troupe y la realización de un trabajo íntimo. 

Aunque la historia estaba siempre en el guión, los films se desarrollan naturalmente con las mismas incertezas de la vida: sin demandar mayores resoluciones técnicas, el director exigía a los actores, sencillamente, un despojo que habilitara el imposible que es la interpretación. El lugar común de esta hazaña se nombra Gena Rowlands. El propio Ventura sugiere que sin Gena, Cassavetes no habría sido posible

John Cassavetes y Gena Rowlands, una pareja creativa

En contacto con este medio, Juan Nadalini, traductor e integrante de Editorial Entropía, habló sobre el origen del proyecto y la influencia del cine de Cassavetes. 

-Uno puede pensar que hay una demanda en torno a la obra de Cassavetes. O que aún sus películas resguardan una novedad que vibra por fuera de época. ¿Cómo surgió, cuatro décadas después, la idea de rescatar y editar este diario de rodaje tan particular?

Nadalini- Sí, en efecto, hay algo en el cine de Cassavetes que está vivo, y su obra, creo, sigue reverberando en el trabajo de muchos directores contemporáneos y despertando el interés del público (no sólo de esos que vuelven a sus películas una y otra vez, como peregrinos devotos, sino también de las nuevas generaciones que las ven por primera vez). Me parece que casi todos los elogios que se pueda hacer de Cassavetes son ciertos: fue un adelantado, inventó un modo de hacer cine, cambió paradigmas (en el registro actoral, en el montaje, en los diálogos, en el tratamiento del sonido, en el trabajo de cámara), pero sobre todo introdujo un elemento de inmensa libertad; la noción de que era posible hacer películas con poco, con equipos reducidos, entre amigos, con recursos muy limitados, en contra de un sistema anquilosado, rígido y corto de vista. Esa visión de las cosas le dio un lugar único en el imaginario del cine que perdura aún hoy. Hay, creo, un cierto espíritu Cassavetes que va a seguir animando a muchos creadores durante largo tiempo.

Publicamos este libro no con la idea de rescatar algo, sino simplemente porque nos resultó fascinante, y porque admiramos a Cassavetes desde hace décadas. Hay muchos libros sobre John Cassavetes; este tiene la gran virtud de ser casi un libro "de" John Cassavetes. La idea fue suya, él se lo encargó a Michael Ventura, lo invitó a formar parte del rodaje, lo usó de intermediario para expresar su concepción del cine, de lo que significa hacer una película. Nosotros lo descubrimos por azar, buscando otra cosa, siguiendo los desvíos de los algoritmos. Era un tesoro oculto. En cuanto a los cuarenta años... La que tiene cuarenta años es Love Streams, cuarenta años exactos (la primera entrada del diario de Ventura es del 17 de marzo de 1983), pero el libro se publicó recién en 2008. De modo que es un texto relativamente nuevo.

Los rodajes se vivían como el encuentro de una familia ampliada (con todos sus conflictos). Foto del rodaje de Husbands (1970).
Los rodajes se vivían como el encuentro de una familia ampliada (con todos sus conflictos). Foto del rodaje de Husbands (1970).

-Es posible decir que las tensiones entre vida y teatro, entre realidad y ficción, alcanzan en Cassavetes una cifra única. Pensamos en Opening night, por ejemplo. ¿Se percibe en la crónica de Ventura esta manera de comprender una experiencia sin tabiques?

Nadalini- El texto de Ventura confirma todo lo que podíamos sospechar sobre el modo de trabajo de Cassavetes —su energía infatigable, su particular forma de entender la improvisación, su obsesión con la obra en la que está trabajando, el borramiento entre vida y arte, la preponderancia que tienen las actuaciones en su cine—, pero también desarma un mito que el propio Cassavetes se había encargado de tejer sobre su persona: la noción de que era un artista puramente intuitivo, sin demasiado control sobre sus creaciones, alguien que avanzaba un poco a ciegas, alguien a quien las cosas le sucedían. La crónica de Ventura va erosionando ese lugar común y revela la verdad: Cassavetes era un director perfectamente consciente de lo que hacía, con intenciones claras y un método muy específico (a veces demencial y difícil de comprender para sus colaboradores, pero con límites claros).

Hay muchísima intimidad en este libro, y eso es todo mérito de Ventura; el lector siente una cercanía absoluta con el proceso creativo de Cassavetes; lo ve tomar decisiones, lo ve contradecirse, explorar, enfurecerse, vacilar e incluso darse momentáneamente por vencido. Es también un libro melancólico, casi triste: Cassavetes filmó esta película muy enfermo, con un diagnóstico médico sombrío. De modo que la escena final de Love Streams es también su despedida del cine y de la actuación. Cuesta leer esas páginas, y cuesta sobre todo leer la coda con la que Ventura cierra el libro, situada unos años después de terminado el rodaje.

John Cassavetes, así habla el amor: adelanto de una de las ediciones del año

A continuación, una de las entradas del diario del rodaje:

Jueves 17 de marzo de 1983 / Un intento tras otro 

Son más de las diez de la noche, suena el teléfono, atiendo, una voz anuncia: “¡Michael! ¡Habla John!”. Y se embarca en un monólogo que apenas logro seguir mientras intento dilucidar de qué “John” podría tratarse. No conozco demasiado bien a ningún John. Tardo un rato en darme cuenta de que estoy hablando con Cassavetes. Sorprendido (no: estupefacto), siento que debería haber prestado más atención a su parrafada inicial. Se lo oye muy entusiasmado con algo. A medida que recupero el equilibrio, escucho que elogia una entrevista que hicimos seis meses antes, la última vez que nos vimos. En un momento de aquel reportaje, Cassavetes se interrumpió abruptamente y dijo: “Esto no está saliendo nada bien”. A lo que yo respondí: “Sí, confiá en mí, veo tus palabras como si fueran oraciones impresas. Está saliendo perfecto”. Aparentemente ahora me da la razón. Que yo sepa hacer bien mi trabajo le resulta digno de respeto. El halago me alegra mucho, desde luego, pero hay algo en esta comunicación nocturna que no cuadra del todo: sospecho que Cassavetes no es una persona a la que le interese charlar por charlar, y hasta ahora es lo único que hizo. Me asalta un pensamiento: ¿Estará borracho? Ni en sus círculos ni en los míos sería algo raro.

Me cuenta entonces que firmó contrato para dirigir Love Streams. ¿Me acuerdo de esa obra?

Sí, aunque más difusamente de lo que estoy dispuesto a admitir. Hace un año –no, dos años–, John produjo una trilogía de piezas teatrales escritas por él y por Ted Allan. Love Streams era de Allan. Pero seamos honestos: ¿qué retuve de aquella obra? Un Jon Voight algo etéreo, nunca del todo conectado con el material, y una Gena Rowlands encantadora, totalmente comprometida, capaz de jugar con esos mismos elementos escénicos como una nena en un campo recién nevado. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, y con pesar, es que después de la obra John invitó a unas veinte personas a Ma Maison, donde tomé de más e hice el ridículo frente a dos mujeres célebres. No estaba acostumbrado a cenar con las estrellas, y me encargué de dejarlo bien en claro.

Pero aquella obra... tenía un perro... el perro más raro que vi en mi vida, porque en realidad no era un perro sino un hombre. Es decir, un hombre que interpretaba el papel de un perro. El hombre –Neil Bell– no estaba maquillado ni vestido de perro, usaba únicamente un par de shorts. De barba y pelo rojizos, cuerpo torneado, Bell tiene ojos penetrantes, serios, perrunos. ¿Pero por qué creíamos que era un perro? No sólo por su perfecta imitación física –gruñía, saltaba, se acurrucaba y jadeaba–, sino porque había encontrado ese lugar único donde perros y seres humanos pueden entenderse y, en vez de entregarnos una mera parodia, actuaba esa zona de mutua comprensión. En una obra por lo demás implacablemente realista, los espectadores aceptábamos su condición canina sin dudarlo. No puedo citar una sola línea de aquel texto, pero jamás voy a olvidarme de ese hombre-perro que saltaba entre los muebles, ladraba y ponía a Jon Voight contra la pared.

Ahora que lo pienso, también me acuerdo muy bien de otra obra de aquella trilogía (no así del título), escrita por Cassavetes, donde durante un juicio interrogan a Peter Falk por el asesinato de su mujer. El abogado le pregunta: “¿Usted quería a su esposa?”. Falk lo mira, mira para otro lado, piensa, vuelve a mirarlo y responde: “¿Qué días?”.

Mientras tanto, en el teléfono, Cassavetes me da detalles sobre Love Streams: “No tiene una sola pizca de melodrama; es pura sinceridad puesta en el lugar equivocado, de principio a fin”. Yo, del otro lado, trato de simular mi parte de la conversación, de seguirle el ritmo. Me describe la que supone va a ser la última toma de la película: un perro que ladra bajo la lluvia. “¡Así que la película es del perro! ¡El perro tiene la última palabra!”.

Hasta que Cassavetes llega, finalmente, al motivo de su llamado... Siempre pensó que podría ser muy interesante hacer un libro que registre el día a día de un rodaje. Por lo que sabe, es algo que no se intentó nunca. No quiere un libro sobre cine, sino sobre “la interacción entre la gente que crea una película, y las ideas en esa película”.

“Sería un libro osado, un libro difícil”, aclara. ¿Me gustaría escribirlo?

Digo que sí de inmediato. Y balbuceo algo sobre el inmenso honor que es para mí semejante invitación, tema que a John no parece atraerle demasiado. 

Me sigue hablando mientras yo trato de no perder el aplomo. Cassavetes es una persona inclusiva –puede conversar con cualquiera, escucha a todo el mundo, célebre o ignoto–, pero también es un hombre sumamente reservado. No parece encajar mucho con su estilo que alguien lo observe todo el tiempo y anote cada cosa que dice para después escribir un libro sobre los altibajos y las minucias de su labor cotidiana. Y sin embargo anhela ese texto, me habla ahora sobre sus posibilidades con el mismo entusiasmo con el que antes describió la película, y yo me pregunto si será posible atrapar en palabras eso que algunos llaman “proceso creativo”. Aunque uno lo vea en acción, ¿se lo podrá aprehender cabalmente? Además, bueno, sospecho que tratar todos los días con un hombre como Cassavetes no ha de ser lo más fácil del mundo.

Cometo el error de pronunciar la palabra “genio” (es decir: aplicada a él). Su respuesta es tajante: “Los genios no existen. Es todo puro trabajo, muchísimo trabajo, un intento tras otro”.

Cortamos y quiero servirme un trago, pero este año, por órdenes del médico, nada de alcohol. Ni de tabaco, por desgracia: tengo el corazón algo maltrecho. Me habría encantado brindar por el honor que se me acaba de conceder. Al menos antes de contarle a mi esposa (hoy cumplimos cinco meses de casados) que todos nuestros planes de acá a agosto quedan cancelados.

Es que “de acá a agosto” van a tener lugar la preproducción y el rodaje de Love Streams.

Mi esposa acepta las buenas nuevas con elegancia y hasta tiene la generosidad de alegrarse por mí. No ignora que lo mío con John es una historia de larga data, mucho más, desde luego, de lo que John sabe.

En 1956, a mis once años, cuando me pasaba el día en las calles de un suburbio humilde de Brooklyn, me escapaba de la escuela y usaba los veinticinco centavos del almuerzo para ir al cine. Veía cualquier cosa, lo que dieran. Las películas de mi infancia no tenían títulos ni directores, y no me interesaba ningún intérprete que no se llamara John Wayne, Tony Curtis o Marilyn Monroe. El cine era para mí otro orden de la existencia, una forma de vida fascinante que corría en paralelo a la realidad miserable de mi barrio. Miraba cualquier película –a veces me quedaba dos veces seguidas a una misma función con doble programa– para experimentar ese “otro mundo” mejorado y extraño que ofrecía el cine (muy “otro”, sí, pero de algún modo más real que el nuestro). Un día de 1956 que olvidé casi de inmediato –y que sólo redescubrí varias décadas después–, la película que me tocó ver se llamaba Edge of the City. Lo que más me impactó (no es un cliché, de verdad me impactó) fue el protagonista, un hombre negro muy diferente de los que yo conocía: un sujeto complejo, gracioso, fuerte y refinado. Me impresionó tanto que mis prejuicios de barrio ya nunca volvieron a ser los mismos. Fue recién años después que pude ponerle un nombre a ese rostro: Sidney Poitier. El personaje blanco del que se hacía amigo el protagonista también me impactó muchísimo, porque por primera vez veía en pantalla a alguien como nosotros, una persona capaz de encarnar esas calles que yo conocía tan bien. Un tipo provocador, contradictorio, tenso, al límite de la violencia y con una elegancia urgida. Querías que te cayera bien, pero había en él algo muy poco fiable. Querías que te cayera mal, pero tenía algo irremediablemente simpático. Años más tarde, descubriría que John Cassavetes jamás actúa para caer bien o mal, sino para lograr ambos efectos al mismo tiempo. Lo único que yo pude ver, siendo un chico, fue a alguien reconocible. Un tipo de la calle auténtico, no un pastiche creado por un artista (como pasaba con los personajes de James Dean o Marlon Brando). A mis once años me fue imposible articular esas sensaciones, y olvidé –o ni siquiera retuve– el nombre de John Cassavetes, pero me reveló algo: eso que yo consideraba genuino podía tener un lugar en la pantalla.

Mucho tiempo después, en Manhattan, ajeno todavía a los dispositivos cinematográficos, a la salida del trabajo –era mecanógrafo– me metí en un cine llamado Little Carnegie, a la vuelta del Carnegie Hall (¿o era en la misma cuadra?). Quería ver una película, cualquier cosa. Estaban dando Faces. Yo tenía veintidós o veintitrés años. Salí de la sala asustado, deseando no haber visto nunca esa película pero también con ganas de verla de nuevo. Las personas en la pantalla tenían el mismo comportamiento irracional y compulsivo que la gente de mi vida –o que yo mismo, para el caso–. Faces fue una confirmación que no quería recibir: que la locura era normal y que lo normal era una demencia. En pocas palabras, me ayudó a madurar.

Estaba trabajando como mecanógrafo en Boston en 1970 cuando estrenaron ahí Husbands. En un lapso de diez días la vi cinco veces. Después de la primera, empecé a arrear a cualquiera dispuesto a acompañarme, y esas amistades se afianzaban o se terminaban según si la película “les había llegado”, o hasta qué punto los había conmovido. Porque en Husbands había hombres como mi padre, como mis tíos, heroicos precisamente por no ser héroes, gente que todos los días trataba, sin éxito, de llevar una vida normal. Fracasaban siempre, pero de algún modo muy enrevesado seguían intentándolo. Y la película hacía de eso algo hermoso. ¿Quién más, desde una mirada honesta, les había conferido belleza a sujetos así?

Luego, A Woman Under the Influence: para ese entonces yo ya escribía en el Austin Sun, mi primer trabajo como periodista. La película se estrenó en Texas en 1975. Ver A Woman... fue como ver no sólo mi propia infancia sino la vida íntima de todos mis parientes. Cuando vino de visita mi primo Rocco lo primero que hizo fue alzarme en brazos (Rocco es fuerte) y decir: “¿Viste esa película?”. Supe de inmediato que me hablaba de A Woman... “¡¿No fue todo exactamente así?! Yo no paraba de decir: ‘Ok, ahora va a mentir en algo’, pero no miente nunca”.

Después... 1979, Los Ángeles. Ginger Varney y yo estábamos al mando de la sección cinematográfica de LA Weekly. En aquellos tiempos, antes del video, Los Ángeles se jactaba de tener más salas de cine arte que cualquier otra ciudad del mundo. Por lo menos doce. En Melrose Avenue, a una o dos cuadras de los estudios Paramount, sobre la vereda sur, había una llamada, creo, The Continental, que programó para una noche una proyección inusual de A Woman Under the Influence. Con Ginger decidimos publicar la función en el diario, creyendo que atraeríamos multitudes. No fue casi nadie. Y entonces, cuando estaba por empezar la función, apareció John Cassavetes con una pandilla de amigos. Quedaron boquiabiertos: esperaban una sala llena, una especie de fiesta. Cassavetes trataba de mantenerse impasible, pero la rabia en sus ojos era inocultable. Comenzó la proyección. Se detuvo. Arreglaron el problema. Empezó de nuevo. Se rompió otra vez. Así varias veces. Era doloroso. Y cada vez que la cinta fallaba Cassavetes soltaba una carcajada. Cuando la función realmente terminó, a Dios gracias, me le acerqué y le pregunté si podía estrecharle la mano. No hubo intercambio de nombres. Sus ojos me increparon: “¿Amigo o impostor?”. Los míos trataron de expresar: “Amigo”. Me dio la mano. Nunca imaginé que iba a verlo otra vez.

Por fin nos conocimos profesionalmente en 1981, gracias a mi labor como periodista. Se proyectaba A Woman... en la usc y me pidieron que, al terminar la película, moderara una charla con John y Gena. Llegué temprano, los vi en la otra punta del lobby y avancé en esa dirección. Cuando todavía me faltaban varios metros, Cassavetes dijo: “¿Ventura, cierto? Me di cuenta por la forma de caminar”.

Nunca entendí bien a qué se refería.

Ahora volvamos a esta noche. 17 de marzo de 1983. John me llama a mí. No sabe que está llamando al chico que lo vio en el 56 (o a todas esas otras versiones mías para las que él resultó tan importante).

Le digo a mi esposa: 

–Qué difícil va a ser no idolatrar a este cretino como si fuera un héroe.

–Bueno, pero es un héroe.

–Sí.

–Empezá por aceptar eso. Pero sin idolatrarlo.

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