¿En qué momento nos volvimos tan policías, tan soldados de alguna iglesia, auxiliares incluso de todo tipo de servicios de información? Buscadores de pulgas –y felices con la misión–. No pasa semana sin que alguna figura, figurita o figurón sean nominados como presas a ser abatidas por partidas de caza que nunca se sacian, dado que el blanco móvil puede cambiar, no así la predisposición del francotirador, siempre alerta y a la espera del siguiente trofeo. Las trincheras concernidas no importan y tampoco es que sean refugios de inocentes –de todas se eyaculan disparos–. Tales batidas no son un fenómeno exclusivamente local, si bien los localismos cuentan, y no es tarea monopolizada por una agencia estatal específica, como sucede en China, Irán, Vietnam, Arabia Saudita o Corea del Norte –por el contrario, es asumida por el conjunto–. Sería reconfortante considerarlas mera diversión de cuarentena, dado que los aislamientos prolongados en el tiempo crían fantasmas a los que se da escobazos, pero la tendencia a estigmatizar, a perseguir y a suprimir lleva unos cuantos años en las redes y todavía transita su fase de cuarto creciente. No se diría que una sociedad de denunciantes y canceladores sea modelo de altruismo y urbanidad, pero más raro aún es un  juego en el cual todos quieren ser vigilantes y ninguno ladrón.

Un día son las idioteces de adolescencia de unos rugbiers, la semana anterior los birlibirloques y contradicciones de un astro del fútbol o del presidente de la nación, y un poco antes, y siempre, las manchas e imperfecciones de celebridades de todos los tiempos. El listado de contraventores, sin excluir los del porvenir, no tiene fin –tampoco el de los eventuales ofendidos–. Todos pasamos a ser potenciales reos de culpa, aunque todavía no lo sepamos y aunque el delito no esté tipificado aún. Tampoco importa, porque el procedimiento consiste primero en castigar para más luego verificarse cuán cierta era la infracción –o si alarmismo en exceso, o si la cuadrilla se equivocó de dirección–. Es la utopía de toda policía secreta: que el trabajo sucio se haga con la inestimable ayuda de la población –lanzada a la cruzada de turno–. Es cierto que en Facebook, Twitter o Instagram, quien se pronuncia o se fotografía acepta tácitamente inculparse a sí mismo por adelantado, puesto que nadie es capaz de subyugar al futuro a fin de que no le juegue en contra, y sin duda que exponer las vivencias y credos personales al escrutinio público ayuda, y mucho, a quien procura saber algo sobre nosotros, cuando quizás hubiese sido más prudente mantener lo inconfesable en estado de sordina. Pero dado que hacer “culto de la personalidad –propia–” es síntoma de época, el daño colateral se hace inevitable –se registra en el debe de la partida contable “publicidad de uno mismo”–.

Justamente, “lo inconfesable” es materia prima de máximo interés para las policías –religiosas, de moral y buenas costumbres, o las del pensamiento– que desde siempre sondean y examinan los pareceres y sentires de fieles y laicos, de ortodoxos y distintos. Ahora las teclas de la computadora o del teléfono celular resultan ser huellas digitales, y el posteo o la selfie, archivos adjuntados a un prontuario que nunca se cierra. De modo que la libertad en las redes es condicional, porque opiniones e imágenes –mercancías subjetivas– son cribadas casi al instante por máquinas y supervisores de los que apenas tenemos noticia, aunque igual nadie se inmuta, porque no existir es peor. Pero así muere el pez, por la boca, por no saber surfear sin llamar la atención, cosa imposible por cierto: a este adentro se ingresa en busca de reconocimiento –aunque más no sea publicidad negativa– y se valúan los beneficios de apuntalar al narcisismo como superiores al control que pudiera ejercerse sobre los propios datos. Lo cierto es que toda actividad informática deja un rastro –un identikit– a ser hociqueado por programas de rastreo, baqueanos a sueldo y por mucho fisgón vocacional. Es la lógica de la tela de la araña: tarde o temprano algún insecto cae apresado. El ineludible corolario es que, en el futuro, esconderse resultará una tarea ardua, si es que no actitud decididamente sospechosa.

Una sonrisa simpáticamente fascista

Los inicios de la red informática mundial nos son cercanos, pero cuán lejos ha quedado su época primeriza, o pionera, cuando no eran pocos los entusiastas que la publicitaban como zona autónoma libre de censuras y restricciones y signada por su “natural” tendencia al cooperativismo, el pluralismo y la transparencia, sin contar con que numerosas minorías repentinamente podían aumentar su caudal de visibilidad. O sea, un mandala –no una pirámide– al cual entrar y salir por cualquiera de sus lados. Ya no más. Ese canto a la libertad eléctrica fue siendo ahogado por el ingreso del dinero en grande, de los servicios de inteligencia públicos o privados, y, ya más recientemente, por muchedumbres fanáticas de todo pelaje y color. No se diría que es un “safe space” para nadie, dado que cualquiera puede devenir alternativamente en víctima o victimario. Que unos porten toga de ku-klux-klan y los otros trajecito mao –no cambia el hábito del monje ni el de la monja–, y en todo caso, luego de los acontecimientos de septiembre del año 2001, cuando la vigilancia y el control se volvieron un imperativo categórico de alcance global, las redes sociales fueron adquiriendo un semblante por momentos pesadillesco sin por ello perder una sonrisa de presentación simpáticamente fascista. En sí misma, la maquinaría que las sostiene es impávida y sus propósitos prioritarios son la extracción de datos, el fomento del consumo y, eventualmente, la reorientación de las energías emotivas de los concurrentes con fines de persuasión. Pero al funcionar como un gran cerebro interconectado, interesa prestar atención al “tipo humano” que se hace compatible con las redes, las cuales, de por sí, son máquinas de fabricar “emisoritos” –niños, adultos, jubilados, todos emisores–: se ejerce presión sobre el mundo afectivo del usuario. Algunos se modelan de acuerdo a los protocolos y usanzas propuestos; otros no pueden. Estos últimos son relegados a su ocaso, quedan fuera de las “realidades simuladas favoritas” de los otros, donde la diferencia entre verdad y falsedad, y progresivamente entre los marcadores del bien y del mal, carece de relevancia.

En Internet abundan los consumidores, los ciudadanos en busca de solaz y los devotos de inéditas imaginerías de la intercomunicación, pero mucho más están proliferando los maniáticos de la política –más airados e impetuosos a medida que, en el afuera, las posibilidades de mejorar el estado de cosas se vuelven inciertas– y también esas otras personas que son, a la vez, pregones de sí mismos, agitadores de pogromos culturales y puritanos con dobladillo oculto. Hay lucha, entonces, en este circo romano de la virtualidad, y se combate con armas arrojadizas –palabras lanzadas al aire sin espoleta–. Se diría que sólo se trata de violencia retórica –agitación furiosa pero inconducente– desintegrándose a ritmo semanal con cada nueva marea sucia de noticias, pero la fantasía subyacente es la eliminación del otro. Gana el que logra imponer su idea de lo que debe ser tenido por normal –o correcto– deslindándolo de lo “patológico” –que siempre es ajeno–. Pero mejor aún pleitea quien consigue erradicar lo anómalo y “malsano” no únicamente en el mundo del cristal –la pantalla– sino también en la más terrícola esfera de las prácticas jurídicas. Para eso no basta con el activismo en las redes apaisadas: es preciso acceder al vértice de las pirámides, a lugares institucionales de decisión. Pero la pregunta por la violencia retórica lo es también por el lenguaje aceptable en cada época y por quién tiene el derecho y el poder de regularlo. Más preocupante, en estas disputas, es la creciente descomposición de las lógicas argumentales y de los puentes lingüísticos en común, adversidades que se corresponden con las inclinaciones tanáticas y autodestructivas que anidan en todas las sociedades, en particular la argentina, y sin excluir las de otrora, pues en los tiempos de la imprenta y la alfabetización masiva tanto circulaban diccionarios y enciclopedias como libelos y pasquines que eran consultados, al pie de la letra, por gente un tanto exaltada.

Tribunas de enjuiciamiento

Y sin embargo, así como los acueductos son imprescindibles en toda ciudad, también lo son las alcantarillas y cloacas por donde derrapan las propensiones psicopáticas de usuarios y audiencias, menester quizás antes cumplido por la televisión y la “propaganda de masas”. Así como en algunos países se lanzan ritualmente pedradas a efigies que representan al demonio, y así como en la Antigüedad se susurraban maldiciones en huecos escarbados en muros levantados al efecto, en la actualidad se instalan conductos de fuga para frustraciones y angustias de larga data, irresolubles por otros medios que no sean las redes, adonde desembocan las emociones de baja estofa. Los sentimientos “poco nobles”, como los celos, las iras y las envidias, para no mencionar la voluntad de humillar y la intención de venganza, son temas clásicos de la literatura y de las artes, pero venenosos y contraindicados para cualquier política que se pretenda emancipadora. En tales casos, el goce del perseguidor individual se alía a incontables usuarios infinitesimales cuya embestida en masa equivale a sentir poder –un poder demoledor–. La historia moderna registra decenas, sino centenas, de campañas moralizadoras descargadas sobre chivos expiatorios, grupos étnicos y variados “enemigos del pueblo”. La mala novedad es que las políticas populistas y de izquierda –¿de las que cabría esperar algo mejor?– están tomando a las redes sociales como tribunas ideales para realizar juicios sumarios y ejecuciones en el acto, cuanto menos para innovar en el arte del agravio que deshumaniza al antagonista. Pero al compartir todos –ricos y pobres, fuertes y débiles– la misma autopista de alta velocidad, lanzarse cizañas de ventanilla a ventanilla hace indiferenciables las posiciones éticas de unos y otros. ¿No ocurría antes que “dar el ejemplo” era el camino regio para inducir cambios en la conducta de los demás? Una hinchada de fútbol puede ganar “la parada”, pero la calle es la misma para todos los equipos que concurren al estadio y no por vociferar epítetos se derrumba un sistema social ni por borrar tweets de juventud –o de gente ya grandota– se modifican comportamientos grupales ni tampoco cambian de esencia los problemas si se recurre a eufemismos “creativos” para nombrarlos. Cuando el ofuscamiento nubla los ojos cada cual termina viendo la realidad –y votando– de acuerdo a la droga que más le entretiene. Y así el mundo deviene en galería de espejos deformantes.

Algunos llaman “políticas del resentimiento” a estas cataratas de invectivas, en tanto otros las consideran legítimas formas de lucha para disidencias antes invisibilizadas, pero en ambos casos la figura social que ordena el combate de relatos –y llama al orden– es “la víctima”. Pero una cosa son las víctimas y otra el victimismo, como no es lo mismo un defecto o pecadillo que un crimen inexpiable. Nadie quisiera ser víctima –ni haberlo sido, ni continuar siéndolo– pero no todos rehúsan el papel escénico de inquisidor, incluso el de verdugo, justificándose en una supuesta primacía moral con respecto al adversario: “Yo soy bueno –por lo tanto el otro es malo–”. Tal autoatribución, por lo general adosada a una causa política, es el pasaporte de inmunidad que les habilita el rastreo de las redes sociales en busca de faltas al reglamento y también el derecho a embocar a alguien con algún carpetazo. La secuela es el incremento de la así llamada “cultura de la cancelación”, en la suposición de que el designado para ser suprimido –no será escuchado, no será mencionado, no tendrá lugar– es un ser constitutivamente “anormal”. Pero qué sucede si “el otro es malo –y yo no soy mejor–”. Todos podemos llegar a cometer faltas graves, nadie está exento de ello, porque hacer el mal es una posibilidad de lo humano con la cual hay que lidiar. Es posible que la rutina de arrogarse una superioridad moral en el plano virtual no pase de ser una moda de temporada, y quizás, a fin de cuentas, la gente que lo hace, sin ser simpática, tampoco es del todo peligrosa –a menos que se consigan una bancada de legisladores o bien garitas de vigilancia–. Tampoco podemos saber si quien exige certificados de buena conducta no admira en secreto a condesas sangrientas o al invento del doctor Guillotín, pero sí sabemos que en el pecho de los antiguos inquisidores latía un martirizador vocacional. Santos hay pocos, fisgones y acusadores los hay a carradas, pero tampoco es que en Argentina existan ya las disidencias “malditas” que antaño escandalizaban a la burguesía y terminaban compareciendo en Tribunales –ahora se les conceden becas de estudio y hasta aleccionan en campus universitarios–. No es sensato, entonces, acallar las fealdades de la vida social con mordazas ni compeler a conducirse de acuerdo al viejo expediente de la hipocresía relacional. Tampoco es posible hacer como si no tuviéramos cuerpo ni deseo ni inconsciente –eso es un sueño de puritanos–.

En regímenes teocráticos o totalitarios la disidencia no está permitida o está muy regulada. De vez en cuando los gobiernos autocráticos decretan la apertura de una “temporada de críticas”, pero lo hacen solamente para saber quien no está pensando “bien”. Algo así como una trampa cazabobos. No siempre se elimina a los discrepantes por completo, pues no existen mayorías sin minorías que las legitimen. En tanto, en las sociedades donde abundan los “sujetos libres”, se hace necesario –paradójicamente– conocer mucho en general sobre cada ciudadano particular y para eso existen los algoritmos. Para otras búsquedas –los perros de presa–. Pero dejémosles a otros la demanda de mayores puniciones o de cancelación de palabras, y además cuidémonos mucho de aquellos que promueven intransigencias e intolerancias: quizás están proyectando su propio deseo de ejercer una autoridad paternalista, incluso narcisista, cuando no lunática, sobre los demás. En este tiempo, y en buena parte de Occidente, estamos asistiendo a un experimento masivo a escala descomunal, como si nos estuvieran entrenando para habitar un mundo inhóspito en el cual la detección informática de infractores a la emocionalidad “correcta” sustituye a la vieja preocupación eclesiástica por “el estado de las almas”. El objetivo es escanear los pensamientos y eventualmente exhortar a su rectificación, y es por ello que el monitoreo masivo de las redes efectuado por los propios afectados es una estrategia liberticida al servicio de poderes que desde siempre necesitan localizar “riesgos de seguridad”. Y si bien es cierto que ningún poder persigue todos los incumplimientos –no es económicamente rentable–, siempre se elige un “caso testigo” para hincarle el diente hasta el hueso. Eso alinea a los demás.

No es bueno andar por la vida con una mochila llena de piedras y ya es cansador el catálogo histórico que enlista los instrumentos usados en otros tiempos para infamar o aplicar marcas de Caín, desde las cervices dobladas en las picotas públicas del Medioevo hasta las marcas a fuego aplicadas a la piel de los delincuentes, y siguiendo por las cabelleras rapadas de las mujeres que se enamoraron del soldado inconveniente o las pancartas ignominiosas que se les colgaban del cuello, durante la Revolución Cultural China, a los oponentes antes de ser apaleados y fusilados en ceremonias colectivas. En las guerras, como en los demás ámbitos de lo humano, el tipo de persona que uno es –su sustancia, su madera, su genio reflexivo– se prueba por el modo en que interpela y trata a sus enemigos. No cualquiera merece tener un enemigo y menos aún es capaz de serlo. ¿Acaso no abundan las rebeldías postizas y los parques temáticos de la revolución? Los acusadores, ¿no tienen secretos –ningún “secretito”–? Eso que llaman Yo –¿no era que era otro?–. ¿Muchos quizás –múltiples, fluidas identidades–? ¿Acaso nada hay del “otro” en mí? Hay quien cree necesario limpiar las redes sociales de turbios e indecentes, y cuando no se dedica personalmente a higienizarlas exige al poder de turno que establezca limitaciones y controles, que se eliminen el “ruido” y las fake news. Pero no es imposible que el husmeador de impurezas y quien anda haciendo bulla con megáfono estén ocultando ambiciones indebidas, incluso un clon pornógrafo en el placard. Puede resultar que aquellos a quienes nos gusta definir como enemigos seamos nosotros mismos.