Bajó del helicóptero que acababa de posarse junto a los jardines de la Casa Blanca, tras su fugaz paso por un hospital militar. Caminó con paso imperial y mirada intimidante y, tras subir unos pocos escalones que parecieron alterar su respiración, se detuvo en el balcón que usaría como estrado. Entonces, con gestos que parecían emular a John Wayne en “El último pistolero”, o a Clint Eastwood, segundos antes de desenfundar su revólver en “El bueno, el malo y el feo”, él se quitó su barbijo.

Así, con el histrionismo desafiante y políticamente incorrecto con el que llegó hace casi cuatro años a donde hoy está, Donald Trump asestaba otra bofetada al sentido común y a las recomendaciones médicas que cualquier ciudadano responsable debiera seguir, más aún cuando no se tiene el alta de una enfermedad ultracontagiosa que se cobró ya más de un millón de vidas en el mundo.

El magnate/presidente comenzó este mes de octubre anunciando que tanto él como su esposa Melania habían dado positivo en los tests de Covid-19. Fue apenas un par de días después de un primer debate (que tuvo poco de tal) frente a su contrincante demócrata, el exvicepresidente Joe Biden.

Aún no se habían acallado los comentarios acerca de la deplorable actitud del mandatario en el primero de los tres cara a cara previstos antes del 3 de noviembre, donde interrumpió con gritos y descalificaciones de baja estofa a su rival, cuando la noticia de su contagio trastocó el eje de las campañas y disparó toda suerte de interrogantes.

¿Lo del resultado positivo sería verdad o acaso se trataba de un nuevo truco de alguien que nunca dudó en valerse de fake news o de la fe ciega que en él depositan sus seguidores más fanáticos para ensalzar su propia imagen o demonizar a la de sus “enemigos”? ¿Entraría en razón el jefe de Estado que minimizó al Coronavirus y hasta sugirió combatirlo inyectándose desinfectante? ¿Aprendería a la fuerza el mandatario a dar el ejemplo y tapar su boca en sus apariciones públicas sin el distanciamiento necesario de otras personas?

El sorpresivo traslado de Trump, de 74 años, al hospital militar Walter Reed agregó otras incógnitas sobre la gravedad del presidente estadounidense, sobre un posible contagio al propio Biden –tres años y medio mayor que él y también dentro del grupo de riesgo–, o incluso acerca de qué ocurriría si el republicano quedaba imposibilitado de presentarse a los comicios o fallecía.

Las encuestadoras se abocaron a medir si el nuevo escenario podría sumar adherentes a Trump o despertar empatía hacia quien públicamente siempre desdeñó la gravedad de la pandemia y las medidas indicadas para prevenir la propagación de la enfermedad. Se resalta lo de “públicamente”, porque en privado ya había admitido que siempre supo de la gravedad del mal pero lo minimizó “para no preocupar a la población”, según le dijo al célebre periodista Bob Woodward en su último libro “Rabia”.

La película de siempre

Lo cierto es que con nuevas acciones, que repitieron viejos patrones de conducta, Trump no tardó en disipar buena parte de las dudas o expectativas puestas en su recapacitación. La primera de ellas fue su paseo en caravana de autos blindados alrededor del hospital en el que estaba internado y donde había un puñado de seguidores en vigilia proselitista.

Luego fue su regreso a la mansión presidencial, con verborragia recargada y dirigida a sus incondicionales. A ellos, negacionistas confesos, los exhortó a no temer al virus. En guiño a grupos evangélicos conservadores que lo apoyan afirmó que su contagio había sido “una bendición de Dios”. Volvió a achacar toda la responsabilidad de la pandemia a China, a la que prometió hacer “pagar caro” por ello y, con frases no exentas de chauvinismo, ponderó a los médicos y al tratamiento con que se “curó” y dijo que todos en su país recibirían una terapia similar, la cual además sería gratis. Claro que semejante promesa llegó en la antesala de las urnas y con el “paciente” abajo en las encuestas. Eso sin contar que la “bendición” de la que habla Trump mirando su propio ombligo llega demasiado tarde para 213 mil estadounidenses muertos y más de siete millones y medio de infectados por Covid-19.

Quedan algo más de 20 días para saber si Trump seguirá otros cuatro años al frente del país más poderoso de la Tierra, o si un desangelado candidato como Biden lo desalojará el próximo 20 de enero. Veinte días no llegan a ser ni un parpadeo en la historia de la Humanidad, pero en este año singular de pandemia prometen ser jornadas muy cargadas.

La negativa de Trump de convertir el segundo debate –previsto para el 15 de octubre en Miami– en virtual, para prevenir contagios, sumó incertidumbre y acusaciones cruzadas entre los candidatos.

Mientras, todavía sin la vacuna prometida disponible, el Covid-19 sigue sumando víctimas. Mientras, aún resuenan las insinuaciones de Trump acerca de que no reconocería una eventual derrota y llevaría ante la Corte Suprema un resultado adverso. Mientras, el magnate apuesta a que la pandemia y sus daños colaterales no borren resultados positivos de su mandato en economía. El gobernante apuesta a revertir la actual tendencia en los “swing states”, esos estados pendulares como Florida, que en 2016 lo convirtieron en presidente, pese a tener 2.868.686 sufragios menos que Hillary Clinton en la votación general del país.

Por el lado demócrata, en tanto, apuestan a una movilización de ciudadanos anti-Trump, que inundó las calles en las masivas marchas contra la violencia racial, pero que nadie sabe si tendrá correlato el martes 3 de noviembre. Hace cuatro años, sólo el 55,4 por ciento de los ciudadanos en condiciones de votar lo hizo en este país donde sufragar no es un deber, pero cuyo resultado electoral tiene influencia a escala planetaria.

“Nadie mejor que yo para presidir esta Nación”, desenfunda Trump con su característica egolatría. “Cualquier cosa antes que él”, disparan quienes instan a evitar cuatro años más del magnate como sea. A este duelo de escasa épica le quedan tres semanas para la hora señalada…